Salí del casino después de tomar café y leer
el periódico. Me dispuse a dar un paseo por San Saturio cuando la vi doblar una
esquina. Ella es Leonor, la hija de los señores Izquierdo. Mi corazón, dueño de
la razón, mandaba sobre mis músculos y la seguí. Se paró a hablar con unas
jóvenes vecinas cercanas a la pensión, yo escondido escuché que un barbero la
pretendía. Esto no quedaría así, mi lucha empezaba y mi arma eran las palabras.
Una mañana dejé como olvidados encima de una mesa unos versos que decían:
"Ay, si la niña que yo quiero/ preferirá casarse,/ con el mocito
barbero". Pareció que los encontró pues, vino a reprocharme mi forma de
pensar. Mi amor correspondido era. Pedí su mano y ella pudo decidir. En
juventud no pude amar pero, al fin con 34 años pude besar con la mirada. Dar
paseos con ella mientras nos tomábamos de las manos o nos sentábamos y yo le
leía poesía era lo más parecido que podría definir como felicidad absoluta. El
30 de julio con 15 y 34 años, nos casamos pero al salir de la iglesia, voces en
contra de nuestro matrimonio se escucharon. No entendieron que en el amor no
hay edad. Tuve que abrazarla, el miedo de poder llegar a perderla era demasiado
grande. Ella no entendió mucho de lo ocurrido pero, siguió a mi lado sin
preguntar nada. Nos fuimos a París gracias a una beca que me concedieron. Ojalá
nunca lo hubiésemos hecho. Recorrimos cada rincón, cada esquina de la ciudad,
más felicidad a su lado imposible. Pero en la fiesta de la Independencia, la
muerte hizo su primera señal, vomitó sangre. Tuberculosis. Volvimos a Soria.
Alquilé una casa cerca del Mirón, y con un cochecito para inválido paseé con
ella. Siempre subíamos hasta la ermita. Ella, solo hasta la tapita. El paisaje
me sirvió de excusa para subir más y así poder llorar en silencio y que no se
enterara cuan egoísta era pues quería dar mil vidas a cambio de la suya. Ojalá
hubiese muerto yo y no ella. Al final solo pude blasfemar por la pérdida de lo
que más quería.
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